Una historia de militancia. Spaghetti, carpaccio, bruschetta, burrata, risotto, pizza y patria.
Sofia Constanza Brigida Villani Scicolone de Ponti -para todos Sophia Loren- busca que se la recuerde por algo más que la descomunal carrera cinematográfica a las órdenes de Charles Chaplin, Ettore Scola, Vittorio De Sica… Montó un imperio gastronómico repartido en restaurantes de Milán, Florencia, Bari y Roma. Su silueta curvilínea como logo de un concepto: «Mangiare intelligentemente è un’arte”.
La relación de «El Vesubio de belleza» y la comida siempre fue sagrada. Las dietas «en base a agua y lechuga» nunca fueron opciones válidas para hipnotizar en cámara.
A sus 89 años alza la bandera del buen comer en cuatro locales en los que se puede leer su manifiesto: «Ningún director ha conseguido jamás ponerme a dieta y nunca he renunciado a un buen plato de pasta por mantenerme en forma. Las horas que pasaba en la cocina amasando, friendo y horneando fueron de las más felices de mi existencia«.
Hace dos años le llegó la propuesta desde un Holding (Pianoforte) y no pudo negarse. «Nadie me ha cortejado como Luciano Cimmino (empresario) y estoy feliz de haber aceptado esta maravillosa y feroz aventura de ser parte de un equipo de talentosos napolitanos que desean llevar la verdad de la cocina napolitana al mundo», firma con su garabato exagerado.
Ostras, langostinos, erizos, camarones, antipasto, pesto, berenjenas a la parmesana, pastas rellenas, pizza de crema de calabaza… Basta leer las primeras líneas del menú para que el cerebro mande a hacer una revolución en las papilas. «Esto nació de un sueño ambicioso que comenzó en 2014, el primero en Florencia», explica a 11 mil kilómetros Francesca Tinagli, de la oficina de comunicación y relaciones públicas.
Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, Loren tenía cinco años. El hambre azotó a su familia y la pesadilla duró seis años. De allí que mantenga un especial respeto por los alimentos y que se enoje cuando ve «figuras escuálidas» como modelos hegemónicos.
Uno de los cuatro restaurantes de Sophia.
Su vínculo con la cocina es una filosofía atravesada por el paisaje en el que se crió y la influencia de su familia. No es extraño que en medio de una entrevista Sophia se vaya por las ramas y termine dando consejos como maestra pizzera. Alguna vez advirtió que la verdadera pizza napolitana tiene secretos más profundos que las proporciones de agua y harina o la graduación del horno. La médula del asunto es el modo de manosear y amalgamar la masa. «Todo es cuestión de energía», repite. «Golpear y golpear el bollo como si fuera tu peor enemigo, martillarlo con los puños cerrados hasta que quede suave y flexible».
La musa que vive entre hornallas
Cada vez que sonaba la sirena, la pequeña Loren corría a refugiarse al túnel ferroviario del tramo Pozzuoli-Nápoles. «Extendíamos los colchones sobre las piedras, al lado de las vías, y las personas se daban ánimo unas a las otras mientras lloraban», repasa en el libro biográfico Ayer, hoy, mañana.
«Una noche una metralla alcanzó mi mentón. Llegué al túnel sangrando, aterrorizada, pero no fue nada. Hubo días en que no teníamos una miga para llevarnos a la boca. Mi madre salía a mendigar, pero a veces regresaba con las manos vacías«.
La «música» de los primeros años de Loren determinó en cierto punto su paladar y la importancia de «capturar» y eternizar el sabor antes de tragar. El estruendo de las bombas y el ruido de los motores de los aviones de combate se mezclaba con el sonido de las tripas a la hora de dormir. «Un pan duro podía ser un manjar rebanado por la abuela».
Suele evocar a su nonna Luisa como el germen de ese amor por «il cibo» (la comida). La escena de infancia que fijó en su mente está relacionada a Luisa durante los bombardeos de Pozzuoli maniobrando imperturbable las cacerolas. «Yo me refugiaba detrás de su delantal como si de una trinchera se tratara. Genio de la cocina, ella regalaba delicias con nada: un poco de pan rallado, una hoja de albahaca, una gota de aceite. En esos años aprendí que todo está delicioso cuando el estómago vacío duele. Y también aprendí que cocinar es una forma dar, nutrir, proteger al que se ama».
Una clase de cómo amasar pizza italiana. (Archivo)
La muerte la persiguió temprano y casi la alcanza con un «veneno» inesperado, un puñado de lentejas. «A mis pocos meses mamá se había quedado sin leche y un día, dejándome al cuidado de la dueña de la pensión para ir en busca de trabajo, me encontró moribunda», evoca en esas páginas intensas. «La señora me había dado una cucharadita de lentejas que casi me llevan al otro mundo».
Desde 1971 en que publicó En la cocina con amor, que tuvo numerosas reediciones, hubo otros dos libros gastronómicos con su cara (Recetas y recuerdos y Yo en la cocina). Además, las marcas de pasta italiana la persiguieron por décadas y muchas lograron que esa boca fuera modelo de masticación perfecta de fetuccini.
Alguna vez el publicista barcelonés Luis Bassat contó la mejor anécdota sobre la devoción culinaria de Sophia. «Rodábamos en París un spot para pastas Gallo, llegó la hora de comer y nos ofrecieron un catering espectacular», contó a ABC. «Ella se quedó mirando y dijo: ‘¿No es mejor que yo les cocine?’. Se puso un delantal y así lo hizo. Fue el plato de pasta más memorable de mi vida».
Hay grandes escenas culinarias en sus más de 50 películas: En Houseboat (o Cintia, de Melville Shavelson, 1958), con Cary Grant, ella da una clase de cómo «mangiare» la pizza sin desperdiciar la muzzarella. En Los girasoles (1970, Vittorio De Sica ), prepara una tortilla junto a Marcelo Mastroianni, discuten sobre si usar aceite o manteca y terminan dándose un banquete.
El mito al que vimos por última vez en cine gracias a Netflix hace tres años (La vita davanti a sé, o La vida por delante), es una de las reposteras sin título más experimentadas en la cocina napolitana. Su especialidad doméstica es la preparación de los struffoli, esas bolas dulces fritas luego bañadas en miel que requieren ojo milimétrico de azúcar, harina y manteca.
La última gran diva italiana. (Reuters)
El santuario Loren
Así como Brigitte Bardot sigue enrolándose en cuerpo y alma en el ejército del derecho animal a los 89, Loren cuerpea de igual forma su dogma culinario. Poeta de las sartenes y los hornos, concibe a la cocina como un «templo» y al acto de llevar el bocado a la boca como «un santiamén supremo que involucra más que al cuerpo».
«Nací sabia. Con la sabiduría de la calle, la sabiduría de la gente. Esa sabiduría fue mi patrimonio. También nací vieja e ilegítima. Pero si tuve dos grandes ventajas al nacer fue haber nacido sabia y haber nacido pobre», advierte en sus memorias sobre esos orígenes humildes y «una niñez cuesta arriba» ignorada por su padre.
Riccardo Scicolone, de orígenes aristocráticos, ferroviario, había enamorado en el otoño de 1933 a Romilda Villani, artista frustrada que cambió sus sueños de Cinecittá cuando se enteró de que estaba embarazada de su primogénita (Sophia).
«Llegué yo y agüé la fiesta. Cuando Riccardo se enteró del embarazo de Romilda, se desanimó y se fue distanciando. Yo no formaba parte de sus planes. Me dio su apellido y una gota de sangre azul», llora Loren en el repaso escrito de su vida. «Nunca he tenido un verdadero padre pero, en compensación, soy vizcondesa de Pozzuoli, noble de Caserta y marquesa de Licata Scicolone Murillo».
La reina cinematográfica italiana, también reina en lo culinario. (EFE)
Ante el abandono en Roma, donde parió, Romilda compró un billete y volvió a su casa de Nápoles. «Bastó una mirada para que la abuela nos abriera la puerta de par en par, nos abrazase y nos albergara como si su hija nunca se hubiera ido. La Nonna sacó el licor, las copas buenas y después de un brindis se ocupó de mí. ‘Esta criatura necesita leche’, dijo. Llamaron a una nodriza y a cambio de mi salvación toda la familia ofreció a San Gennaro el sacrificio de no comer carne durante meses».
Para ganarse la vida, la madre de Loren tocaba el piano en trattotorias y escapaba a Roma de vez en cuando para ver a Riccardo. Un buen día se presentó ante los padres embarazada por segunda vez. Hubo que hacer malabares en la cocina para alimentar a esa familia que crecía.
Una papa, un puñado de arroz, una rodaja de pan era el consuelo a repartir entre el clan cuando llegó la Guerra. Por eso en sus años de esplendor cinematográfico Sophia amó y defendió esos músculos «en base a ñoquis de espinaca, un buen friggione (sartenada de verduras), un jugoso osobuco«.
Uno de los rostros más representativos de Italia, Loren. (AFP)
«La nariz demasiado grande, los labios demasiado carnosos, las caderas demasiado anchas». SL se ríe cuando recuerda a todos esos que con el índice le negaban un lugar en la industria, antes que su amado Carlo Ponti, el productor, apostara por ella. Quedaron flechados en los cincuenta, mientras ella participaba de un concurso de belleza bajo el nombre artístico de Sofia Lazzaro.
El recuerdo de aquella primera mirada en un restaurante con vista al Coliseo es uno de los relámpagos que le vuelven a erizar la piel. «Yo todavía era casi una niña y él un productor famoso. El camarero se acercó y me entregó una tarjeta. Después, el paseo por el jardín, las rosas, el aroma de las acacias»…
Viuda desde hace 16 años, Sophia encontró la forma de seguir aumentando su patrimonio y hacerse eterna entre compatriotas y turistas por algo más que su aura cinematográfica. Los cuatro restaurantes (que en breve podrían extenderse fuera del país a Estados Unidos y Hong Kong) tienen sus ojos rasgados y sus poses icónicas como mosaicos que decoran armoniosamente las paredes.
«In cucina con amore», el libro de Sophia Loren.
El ingreso a cada uno de los locales hace alarde estético de esa ragazza que rompió los moldes de la pacatería de su época con convicciones del estilo «el vestido de una donna debe ser como una valla de alambre: que cumpla su propósito sin obstruir la vista». El negocio más grande en metros cuadrados es el de Florencia (más de 1500 y tres pisos). En Bari la superficie es de 600 m2, en Milán, 400 m2 y en el aeropuerto de Roma (Fiumicino) 262.
«Mediterraneidad». Esa es la premisa en los ingredientes. Los manjares varían de acuerdo al local. En Roma, apenas se aterriza con el avión hay gran balcón con vistas a las puertas de embarque de la Terminal 1 y es posible deleitarse con el «filetto di ombrina all’acquapazza» (fileto al agua loca, con una salsa de vino blanco y aceite). En Bari se aplaude la muzzarella Sophia (de búfala de la zona de Campania); en Florencia es muy recomendado el pulpo con salsa de tomate; en Milán se elogia la pizza de alcaucil.
Birra de barril o de botella, Amaro, Spritz y vinos de los más variados acompañan esta excursión culinaria que no se completa sin el trago homenaje («El Loren»), pomelo rosado mezclado con jarabe.
Loren en Cannes en 2014.
Cuando el año próximo Italia tire la casa por la ventana para los 90 años de «Stuzzicadenti» (escarbadientes, como le llamaban en la infancia a Sophia) el mundo se hará eco de la celebración a ese mito que traccionó la economía italiana al nivel Ferrari o Versace. Mientras, la madre de Edoardo y Carlo y abuela por cuatro se recupera de una operación de una fractura de cadera en Ginebra, donde vive, y sigue atajando propuestas de gastronomía y películas.
Mangiare es el verbo preferido de la musa más grande que le queda a Italia. Quien tenga la suerte de cruzarla y desee no hacerla enojar, deberá tener en claro ciertos límites que no aparecen en los manuales geográficos. «No soy italiana, soy napolitana». Toda una declaración separatista. En la cocina y en la vida.